Hoy, 15 de diciembre de 2025, volvemos a recordar una masacre que no debería seguir siendo memoria inconclusa. El 15 de diciembre de 2022, en plena protesta social contra el gobierno de Dina Boluarte, fuerzas del Estado abrieron fuego contra manifestantes en Ayacucho. Diez civiles murieron por impactos de bala; no hubo enfrentamientos armados que lo justificaran. Las balas fueron contra ciudadanos desarmados que reclamaban derechos básicos, justicia y dignidad. Fue represión estatal pura y dura, con saldo de muerte y heridas profundas en miles de familias peruanas.
Esa represión no fue un accidente. Fue una respuesta política y militarizada a protestas masivas que, entre fines de 2022 y principios de 2023, dejaron más de 60 personas asesinadas en diversas regiones del país en un clima de confrontación que aún no se ha explicado ni sancionado adecuadamente. La Defensoría del Pueblo y diversas organizaciones de derechos humanos documentaron el uso excesivo de fuerza, pero no ha habido responsabilidad política ni sanciones efectivas. La justicia sigue siendo una letra muerta.

Peor aún, quienes tenían la capacidad institucional de abrir una senda de rendición de cuentas optaron por cerrarla. En 2025, la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales del Congreso aprobó un informe que recomendó archivar la denuncia constitucional contra Dina Boluarte por las muertes en las protestas de 2022. El documento fue sustentado por el entonces congresista José Enrique Jerí Oré, hoy presidente constitucional de la República del Perú desde el 10 de octubre de 2025, tras la vacancia de Boluarte por incapacidad moral permanente decretada por el propio Parlamento.
Es una paradoja cruda: el mismo actor político que ayudó a blindar a una expresidenta contra la rendición de cuentas ahora ocupa la más alta magistratura del país. Ese blindaje no fue resultado de falta de información, sino de una decisión deliberada de un Congreso que sostuvo líneas de defensa política más allá del escrutinio público. No sorprende que hoy el debate sobre justicia transicional, uso proporcional de la fuerza y reparación de víctimas se haya convertido en un eco distante frente a las prioridades de la élite política.

La impunidad no es un accidente institucional; es una elección política. Cuando un poder legislativo decide archivar investigaciones por muertes provocadas por el Estado, cuando no se recaban pruebas con suficiente rigor ni se sancionan a los que ordenaron el uso de fuerza letal, la consecuencia es una cultura política que normaliza la violencia estatal y deja a las víctimas sin respuestas. Es la confirmación de que en el Perú la represión puede matar y luego esconderse bajo carpetas administrativas.
Diez personas murieron en Ayacucho, pero la indignación que provocaron sus muertes no ha bastado para quebrar el muro de la indiferencia estatal. Las familias siguen esperando justicia, las heridas sociales siguen abiertas y la memoria colectiva sigue reclamando verdad. No son cifras: son historias truncadas, sueños robados, futuros cercenados por balas que nunca se investigaron con la seriedad exigible.
Recordar a los caídos de Ayacucho hoy no es un acto nostálgico ni un ritual. Es una denuncia contra un sistema que mata y luego se protege a sí mismo. Es una exigencia de verdad, sanción y reparación. Porque mientras el Estado no responda por sus crímenes, la memoria de los muertos seguirá siendo una deuda pendiente con la justicia y con la sociedad peruana.
Marcos GY

