El Congreso de la República aprobó una serie de leyes, en distintos momentos y con diferentes argumentos, que en conjunto han erosionado la capacidad del Estado para enfrentar el crimen organizado y la corrupción. Cada norma, analizada por separado, puede parecer una “reforma técnica”; vistas en conjunto, forman una peligrosa red que amarra de pies y manos a fiscales, jueces y policías.

La Ley 31990 golpeó la colaboración eficaz, imponiendo trabas y formalidades que desalientan a quienes se animan a delatar redes criminales. Con ella, los casos complejos —como los de Odebrecht o Cuellos Blancos— pierden una de sus principales herramientas de investigación.
La Ley 32130 recortó la autoridad del Ministerio Público, permitiendo que la Policía conduzca investigaciones preliminares. El resultado es un retroceso institucional que confunde responsabilidades y pone en riesgo la cadena de custodia judicial.
La Ley 32108 modificó la definición de organización criminal, exigiendo una estructura tan rígida que deja fuera a buena parte de las mafias locales y regionales. Un regalo legislativo que limita las investigaciones de la Fiscalía.
Las llamadas “Leyes Soto” —31751 y 32104— redujeron drásticamente los plazos de prescripción. Gracias a ello, procesos por corrupción pueden extinguirse con una apelación o una maniobra dilatoria.
La Ley 31989 debilitó la lucha contra la minería ilegal al restringir incautaciones; la 32181 redujo el alcance de la detención preliminar, dificultando capturas en casos sin flagrancia; la 32326 ató las manos de los fiscales para confiscar bienes ilícitos al exigir sentencias firmes; y la 32054 blindó a los partidos políticos frente a la posibilidad de ser procesados como organizaciones criminales.

Ninguna de estas normas fue casual. En su conjunto, conforman una contrarreforma penal silenciosa, construida ley por ley, sesión tras sesión, con el mismo resultado: desarmar al Estado frente al delito y garantizar que el poder político mantenga inmunidad.
Por eso, el presidente transitorio José Jerí tiene hoy una responsabilidad ineludible. No basta con observar o lamentar: debe impulsar la derogatoria de estas leyes. Su gobierno no puede pasar a la historia como aquel que miró hacia otro lado mientras se desmantelaban las defensas legales del país.
El Perú necesita recuperar su capacidad de sancionar y de proteger a los inocentes, no de blindar a los culpables. Estas leyes, dispersas en el tiempo pero unidas por su efecto, representan el mayor retroceso institucional de los últimos años. Corregirlo no es una opción política; es una obligación moral.
Marcos GY

