La llegada de Tomás Gálvez al cargo de Fiscal de la Nación podría marcar uno de los retrocesos institucionales más graves de los últimos años. No hablamos de un funcionario sin pasado: su nombre aparece mencionado en investigaciones periodísticas y fiscales relacionadas al caso “Cuellos Blancos del Puerto”, la red que, según la Fiscalía, habría buscado capturar la justicia peruana mediante favores, contactos y presiones. Gálvez no ha sido condenado, es cierto, pero la acumulación de cuestionamientos debería haber bastado para impedir que hoy encabece la institución llamada a investigar al poder.
La propia Junta Nacional de Justicia lo suspendió en el pasado por faltas muy graves. Más aún, diversos reportes señalaron comunicaciones entre él y César Hinostroza, ex juez supremo considerado pieza clave en esa organización criminal. Si bien Gálvez ha negado pertenecer a esa red y algunos procesos fueron archivados, el peso de la duda sigue ahí: no es la prensa ni la opinión pública quienes lo colocan en entredicho, son expedientes y actuaciones fiscales que aún generan preocupación.
El contexto de su designación agrava el problema. La Fiscal de la Nación, Delia Espinoza, fue suspendida seis meses luego de plantear la eliminación de Fuerza Popular por conducta antidemocrática, una medida extrema pero fundamentada en la defensa del sistema democrático. Su salida abrió la puerta a una sucesión accidentada donde figuras con mayor legitimidad declinaron asumir, dejando el camino libre para que Gálvez ocupe la jefatura. La señal es devastadora: la fiscal que incomoda al poder es apartada, mientras el cuestionado logra ascender.

El daño a la democracia es inmediato. El Ministerio Público debería transmitir independencia y fortaleza frente a la corrupción, pero ahora carga con un líder que podría estar condicionado por su propio historial. Las investigaciones de alto impacto —los casos Odebrecht, Lava Jato o los propios expedientes de los “Cuellos Blancos”— podrían perder fuerza o ser reorientadas. No hace falta que haya una orden explícita: basta con la percepción de vulnerabilidad para que fiscales de menor rango actúen con cautela, temiendo las represalias.
No se trata de linchar mediáticamente a Gálvez, sino de entender la magnitud del cargo que asume. La Fiscalía de la Nación no puede estar en manos de alguien sobre quien pesan sospechas razonables, documentadas en procesos disciplinarios y reseñadas por la prensa nacional e internacional. La democracia exige un estándar mayor: que quienes la encabecen no solo sean jurídicamente aptos, sino éticamente incuestionables.
Aceptar esta designación como si nada pasara normaliza lo inaceptable. Cada vez que un funcionario con antecedentes controvertidos asume un cargo clave, el mensaje a la ciudadanía es claro: la justicia no es un espacio de limpieza, sino de conveniencia. Y cada vez que el poder político logra apartar a una fiscal incómoda, se debilita la esperanza de que la ley actúe sin miedo ni favoritismos.
La democracia peruana no se muere en un solo acto, sino en pequeñas renuncias a la coherencia. Hoy asistimos a una de ellas. Y si no reaccionamos, mañana el Ministerio Público podría convertirse no en guardián de la justicia, sino en cómplice silencioso de la impunidad.
Marcos GY

