La marcha de ayer, 15 de octubre, fue una de las más multitudinarias de los últimos años. No solo tomó las calles de Lima, sino también las plazas de Cusco, Arequipa, Piura, Trujillo, Huancayo, Puno, Chiclayo y Chimbote, entre muchas otras ciudades. Desde jóvenes universitarios hasta adultos mayores, desde trabajadores y jubilados hasta colectivos feministas, estudiantes, artistas y delegaciones departamentales, todo un país se movilizó bajo una misma bandera: la dignidad.
Lo ocurrido no fue un estallido improvisado ni una rabieta política. Fue la respuesta acumulada a años de corrupción, impunidad y desprecio por la ciudadanía. Tras la caída de Dina Boluarte, el Perú no asistió a una verdadera transición democrática: solo presenció un cambio de careta. El nuevo gobierno interino de José Jerí no representa una renovación del poder, sino la continuidad del mismo grupo político y económico que se aferra al control del Estado bajo otro nombre.

La gente marchó con pancartas, con cánticos, con esperanza. Y, lamentablemente, con miedo. Ese miedo se hizo realidad cuando Eduardo Mauricio Ruiz Sanz, un joven manifestante, cayó abatido por un proyectil en las cercanías del Congreso. Su muerte no fue un accidente: fue consecuencia directa del abuso del poder. Los casquillos encontrados y los testimonios de los asistentes contradicen el intento oficial de encubrir responsabilidades. Nadie puede hablar de orden cuando el Estado dispara contra su propia gente.
El mensaje de las calles fue nítido: el Perú está cansado de los reciclajes políticos, de los pactos ocultos, de las promesas rotas. Quienes salieron a protestar no buscan privilegios ni puestos. Buscan decencia. Buscan que el país deje de estar gobernado por quienes solo saben cuidarse entre ellos.

Cada generación tiene su punto de quiebre. La de ahora lo vive con claridad: ya no hay miedo, hay cansancio y determinación. Las calles lo demostraron. No fue una marcha de un partido ni de una ideología, sino de un pueblo que exige respeto. Un país que se niega a normalizar la muerte, la corrupción y la indiferencia.
El poder podrá cambiar de rostro, pero no podrá esconder su culpa.
El Perú no necesita más discursos ni promesas vacías: necesita justicia, memoria y un nuevo comienzo.
Marcos GY

