El 5 de abril del 2022, Lima amaneció sitiada por el miedo y la indignación. A pesar del toque de queda impuesto por el gobierno de Pedro Castillo, miles de ciudadanos salieron a las calles para exigir su renuncia. Lo que comenzó como una manifestación de descontento terminó con enfrentamientos, saqueos y gases lacrimógenos en el centro de la capital. Aquella jornada dejó imágenes de violencia, pero también de un pueblo que reclamaba su derecho a protestar.

En ese momento, los medios y figuras políticas que hoy ocupan titulares defendieron el derecho a la protesta. Se hablaba de coraje ciudadano, de valentía frente al abuso del poder. El mensaje era claro: el pueblo tenía derecho a hacerse escuchar.
Tres años después, el 15 de octubre de 2025, otra marcha volvió a llenar las calles de Lima. Esta vez, la consigna era diferente, pero el espíritu el mismo: descontento ante la gestión actual y el Congreso. Sin embargo, muchos de los que antes alentaban la movilización popular, hoy la condenan. Lo que antes llamaban “voz del pueblo” ahora lo etiquetan como “intento de desestabilización”.

La diferencia no está en la calle, sino en el espejo político desde donde se mire. La violencia debe rechazarse sin matices, pero el derecho a protestar no puede depender del color partidario. La democracia no se mide por quién marcha, sino por la coherencia de quienes observan.
“El problema no son las marchas, sino la memoria selectiva de quienes las interpretan según su conveniencia.”
El Perú necesita menos hipocresía y más consecuencia. Si en 2022 se defendió la indignación como acto de libertad, hoy debe hacerse lo mismo. Porque la democracia no se protege a medias: o se respeta siempre, o no se respeta en absoluto.
Marcos GY

